Padres pobres, hijos pobres

1Roger Senserrich trabaja como coordinador de programas en CAHS, una ONG ubicada en Connecticut y centrada en temas de pobreza. Y escribe sobre asuntos de política y economía en diversos medios, como Politikon, Jot Down y EldIario.es

La educación, la escuela, es a menudo defendida como la mejor herramienta para fomentar la movilidad social que tenemos a nuestro alcance. Basta atenerse a los datos para comprobar cómo el acceso a la educación post-secundaria es prácticamente una garantía de tener mayores ingresos. De media, en países de la OCDE, un título universitario da acceso a salarios un 50% superiores. Y en algunos países de América Latina y el Caribe la diferencia puede ser incluso mayor: en Brasil y Chile los que tienen una educación universitaria  ganan 2,4 y 2,8 veces más respectivamente que los que solo cursaron la secundaria; y si poseen un máster o doctorado perciben más de  4 veces lo que ganan los que solo tienen la formación secundaria, según la OCDE. Aunque el valor exacto de esta ganancia varía considerablemente de un país a otro (es especialmente alto y creciente en Estados Unidos), el trabajar para que todos los participantes del sistema educativo puedan acceder a un título de educación superior ha sido el objetivo común para líderes en todo el mundo.

Esto ha llevado, inevitablemente, a dedicar una cantidad de atención considerable a cómo mejorar el sistema educativo, y especialmente a cómo asegurar que sirva a niños de todas las extracciones sociales por igual. En condiciones normales, sabemos que los adolescentes que acaban la secundaria en disposición de entrar en la universidad tienden a venir de familias de clase media o clase alta. El fracaso escolar se ceba en los niños de renta baja de forma desproporcionada.

De los cero a los tres años años es una etapa crucial

Los reformistas, liderados por el Nobel de economía James Heckman, han señalado repetidamente que el origen de las disparidades empieza muy pronto, entre los cero y los tres años de edad. Las intervenciones son más efectivas cuanto más tempranas; es en ese momento cuando el cerebro está formándose y cuando las diferencias sociales empiezan a manifestarse. El mejor gasto educativo posible es en guarderías y centros de día con profesionales cualificados que estimulen al niño y le ayuden a aprender. La “circuitería” del cerebro, las estructuras básicas que ayudan al aprendizaje, a responder a estímulos, relacionar conceptos y empatizar con otros se construyen en ese momento.

Esto no quiere decir, sin embargo, que las guarderías sean soluciones mágicas. Es más, hay bastantes estudios que señalan que esta clase de intervenciones por sí mismas parecen mejorar la capacidad de aprendizaje del niño de forma considerable hasta los seis años pero que  su beneficio se difumina en años posteriores. Una mirada global a los datos parece sugerir que la efectividad de la educación infantil varía de forma considerable de un programa a otro, según su implementación.

2Para entender la variación es necesario fijarnos en por qué los niños que crecen en familias pobres llegan a parvulario, de no mediar intervención previa, peor preparados que sus compañeros de clase media. Los estudios sugieren una combinación de factores, todos derivados del hecho que en una familia con pocos recursos los padres a menudo están demasiado ocupados y estresados como para prestar al niño el mismo grado de atención que una familia de clase media. Las interacciones con un adulto (juegos, leer historias, hablarles, cantar…) son una parte crucial del desarrollo cognitivo de un bebé. En una familia de clase media, estable y con horarios lanorales predecibles, estas interacciones son habituales y bienvenidas. En un hogar con pocos recursos, con trabajo precario y niveles de estrés elevados, es mucho más probable que sean más cortas, menos ricas (se sienta al niño delante del televisor) y mucho más centradas en la disciplina que en la interacción.

La realidad es que uno de los mejores predictores de la capacidad cognitiva de un bebé es el nivel de estrés de su familia y cuidadores. Crecer en la pobreza expone a un niño a un entorno potencialmente lleno de situaciones estresantes: mudanzas continuas, familias desestructuradas, divorcio, encarcelamiento de un progenitor, violencia, criminalidad, drogodependencia, y la eterna, dolorosa inestabilidad que representa vivir con muy pocos ingresos. Por muy buena que sea una guardería, vivir en un lugar donde los adultos están bajo presión constante hace que sus efectos se vean necesariamente limitados.

Programas multigeneracionales para una mejor educación

Para que una intervención en primera infancia sea realmente efectiva, por lo tanto, es necesario diseñar programas de dos generaciones, que por una parte atiendan a las necesidades de desarrollo cognitivo del niño y por otra ayuden a los adultos a conseguir cierta estabilidad familiar. Trabajar en este sentido requiere programas más ambiciosos y complejos que una simple guardería; es necesario ofrecer estructuras de apoyo familiar directas que ayuden a los adultos a conectar con sus hijos de forma efectiva. Dado que estamos hablando de familias que a menudo tienen una amplia variedad de necesidades a corto y medio plazo, esto puede requerir desde ayuda monetaria directa (mediante transferencias directas o créditos fiscales por trabajo) a clases de educación parental, pasando por formación profesional, acceso a vivienda fuera de zonas marginales, programas de drogodependencia o salud mental.

Brindar esta clase de servicios no tiene por qué ser más caro; los gobiernos acostumbran a ofrecerlos, de un modo u otro, en casi todas partes. Lo que sí es necesario es reformular cómo se proveen de forma coordinada, para que sus efectos se refuercen mutuamente. En Estados Unidos, varios estados han adoptado este paradigma para ofrecer servicios: Connecticut, por ejemplo, está creando grupos coordinados a nivel local para ayudar a toda la familia, construyendo sistemas que eliminen la segmentación entre servicios.

Los programas de primera infancia más efectivos son aquellos que entienden que no basta con intentar educar al niño, sino que es necesario también entender su contexto. Si realmente queremos igualdad de oportunidades, debemos mirar más allá de los colegios.

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